En el marco del arribamiento de las grandes celebraciones del B'aqtun, les proponemos esta lectura sobre las relaciones inter-étnicas en Guatemala, en donde la mayoría somos indígenas, pero se nos ha tratado como una minoría. esperamos que esta lectura despierte el interés por reflexionas sobre estas posturas en Guatemala
Equipo de Espiritualidad Maya de Guatemala
El ladino:
la ciudadanía de la economía de finca
Isabel Rodas Núñez / Escuela de
Historia USAC
Crecida en la ciudad, en la experiencia urbana de los años noventa, no
fue sino hasta en las aulas universitarias que una compañera de la carrera de
antropología me confrontó a esta clasificación. Ella, kaqchikel, me hizo
entrever la dificultad que tendría, como antropóloga ladina, para entender la
esencia del ser maya. Supongo que su afirmación me lanzó no sólo a pensarme
como tal sino a querer entender de dónde había salido ese término y qué podía
significar que ella hiciera, por primera vez, pensarme dentro de esa categoría
de personas.
Para entonces, era escasa la bibliografía que circulaba
y quienes no estábamos vinculados a los grupos de izquierda desconocíamos la
producción bibliográfica de los recién exilados docentes universitarios. Así
que busqué. Leí, con la actitud descalificadora propia del sancarlista hacia la
antropología culturalista norteamericana la Encuesta social del ladino de Richard Adams (1956). Remarqué cómo el autor llamaba ladinización a los cambios sociales empujados por la
modernización. Me alimenté del artículo de Arturo Taracena Contribución al estudio del vocablo
‘ladino’ en Guatemala (S. XVI-XIX) (1982). Intenté comprender la polémica entre las ideas
fundamentadas en el materialismo histórico de la Patria del Criollo de Severo Martínez contra las de Carlos Guzmán Böckler y Jean-Loup Herbert reunidas en Guatemala: una interpretación histórico
social (1970), o
entender las abstracciones del texto Indios y ladinos de Héctor Rosada (1984). Pero todas ellas parecían
alejadas, en el tiempo y en la experiencia cotidiana de la vida urbana, de
aquel momento político en el que los contenidos de la identidad étnica y
esencializada parecían ser la llave para la participación política.
Ciudadanía y nacionalidad no son equivalentes
Dada la imposibilidad de ver reflejada mi experiencia
en todas esas discusiones, emprendí el estudio de las relaciones familiares de
grupos de hacendados coloniales del altiplano central (Rodas Núñez, 1997). Constaté que el ladino
colonial, aún el heredero ruralizado y empobrecido de los españoles
encomenderos que cayeron en esa desgracia y bajo esa clasificación, no
instituyó ni generalizó esa relación discriminatoria con la población indígena.
No obstante, en el sentido común, el ladino sin una identidad étnica propia,
que subordinaba al indígena, parecía emerger de aquel pasado colonial, que reproducía
irreparablemente aquellas relaciones de explotación y humillación.
Luego fue irritante repasar que, en efecto, en los
censos se nos encasilla bajo esa terminología. En las cédulas de vecindad de mi
madre, de mi padre, de mis abuelos el término ladina-o, -dada la insuficiencia
de las marcas exhibidas en los colochos o el pelo lacio y los tintes de la
cabellera, la piel, y los ojos- se inscribía para diferenciarlos de los otros
ciudadanos. Precisamente, el problema está allí, cuando el Estado del siglo
XIX, el fabricante de una ciudadanía moderna en una época en la que a todo
Estado le correspondía una sola etnia, confundió la ciudadanía con la nacionalidad, que no
son equivalentes, para luego confundir todo esto con la identidad étnica.
Sabemos que, biológicamente, los ladinos son mestizos,
sabemos que son portadores de una cultura occidentalizada. Pero si el término
se usó en la Colonia, no fue sino hasta el siglo XIX cuando el Estado
independiente usó a este intermediario-ciudadano como su principal herramienta
para construir la hegemonía sobre el territorio nacional, incluso lo empleó
para la fundación de los nuevos municipios como Nentón y Barillas, que marcaron
las fronteras nacionales como nos demuestra Ruth Piedrasanta (2009) en su trabajo sobre los chuj.
En Guatemala, esa ciudadanía decimonónica se construyó
sobre un intermediario, una clase media, que nombró ladino. Una clase cuyos contenidos simbólicos se sostuvieron
sobre una realidad material obtenida de las funciones que les hizo jugar el
Estado decimonónico guatemalteco para instalar el que sería el motor de su
economía.
Los ladinos, como recurso para la organización política
del Estado nacional, sustituyeron en las municipalidades a las autoridades
indígenas de los cabildos. Las tierras realengas y de los comunes de los
pueblos de indios fueron privatizadas, privilegiando a este grupo emergente con
su propiedad. Sin este despojo ¿cómo obligar a los campesinos a la migración
temporal a la cosecha del café en la Costa Sur? El trabajo que permitió la
emergencia de una franja de la clase media guatemalteca se distribuyó entre los
patrones, administradores, caporales, enganchadores de mano de obra de las
comunidades campesinas, indígenas y mestizas.
El ladino fue un intermediario que facilitó la
transición del régimen de tributarios coloniales al del trabajo temporal en las
fincas cafetaleras. Un intermediario del que surgirían las clases medias, tanto
élites rurales como profesionales liberales, funcionarios de Estado y
comerciantes en la ciudad. Un rol que también jugarían algunas élites indígenas
como nos ilustran Edgar
Esquit (2010) y Greg Grandin (2007) en sus trabajos sobre Comalapa y
Quetzaltenango, y que reclamarían su ciudadanía diferenciada.
No nos reconocemos como ladinos
Es evidente que en la actualidad muchos intentamos demarcarnos de
esta herencia de injusticia que funda el sentido de pertenencia ciudadana y
nacionalista en tanto que privilegió a ese grupo, no étnico, sino de
intermediarios, administradores, funcionarios de Estado y comerciantes, de la
economía de finca. El Estado les otorgó limitados y mediocres derechos
políticos, civiles y sociales. No nos reconocemos en el término ladino y se nos
ocurre adscribirnos al de mestizo o guatemalteco porque no tenemos otras opciones.
Ciertamente, no somos responsables de ese pasado, pero sí somos responsables de
que se sigan reproduciendo los términos de las relaciones de subordinación que
se establecieron bajo el régimen conservador y liberal a través de la economía
de finca. Aprendimos a malpreciar el trabajo del otro, a sostener relaciones
verticales y a ser obedecidos u obedientes bajo el sistema clientelar que
establece el patrón con su administrador, sus caporales y sus mozos.
El problema no está en cambiar la terminología clasificatoria bajo
la que nos adscribimos, nada más falso que ignorar la historia que conllevan,
sino en evidenciar el sistema de relaciones que, no importando cómo lo
nombremos, reproduce la inequidad que construyó el espacio político y la
organización del trabajo remunerado y doméstico fundado sobre la economía de
finca.
Sin ninguna duda, en nuestros ambientes domésticos, de trabajo y
de política pública vivimos la consecuencia de esas formas de poder y autoridad
que restringen nuestras capacidades colectivas e individuales, que nos limitan
a ideas, recursos y prácticas que capitalizan sólo unos pocos, aquellos que
ocupan las posiciones de intermediarios bajo la actual expresión de los
capitales internacionales que organizan la economía de nuestra sociedad.
Publicado en el Periódico Feminista “La Cuerda” Miradas feministas
de la realidad. Guatemala septiembre 2012. Año 14. No 159
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