Espiritualidad Maya de Guatemala

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Popol Wuj

Las opiniones vertidas son responsabilidad de los autores.


viernes, 30 de noviembre de 2012

El ladino: la ciudadanía de la economía de finca


En el marco del arribamiento de las grandes celebraciones del B'aqtun, les proponemos esta lectura sobre las relaciones inter-étnicas en Guatemala, en donde la mayoría somos indígenas, pero se nos ha tratado como una minoría. esperamos que esta lectura despierte el interés por reflexionas sobre estas posturas en Guatemala

Equipo de Espiritualidad Maya de Guatemala

El ladino:
la ciudadanía de la economía de finca

Isabel Rodas Núñez / Escuela de Historia USAC

Crecida en la ciudad, en la experiencia urbana de los años noventa, no fue sino hasta en las aulas universitarias que una compañera de la carrera de antropología me confrontó a esta clasificación. Ella, kaqchikel, me hizo entrever la dificultad que tendría, como antropóloga ladina, para entender la esencia del ser maya. Supongo que su afirmación me lanzó no sólo a pensarme como tal sino a querer entender de dónde había salido ese término y qué podía significar que ella hiciera, por primera vez, pensarme dentro de esa categoría de personas.

Para entonces, era escasa la bibliografía que circulaba y quienes no estábamos vinculados a los grupos de izquierda desconocíamos la producción bibliográfica de los recién exilados docentes universitarios. Así que busqué. Leí, con la actitud descalificadora propia del sancarlista hacia la antropología culturalista norteamericana la Encuesta social del ladino de Richard Adams (1956). Remarqué cómo el autor llamaba ladinización a los cambios sociales empujados por la modernización. Me alimenté del artículo de Arturo Taracena Contribución al estudio del vocablo ‘ladino’ en Guatemala (S. XVI-XIX) (1982). Intenté comprender la polémica entre las ideas fundamentadas en el materialismo histórico de la Patria del Criollo de Severo Martínez contra las de Carlos Guzmán Böckler y Jean-Loup Herbert reunidas en Guatemala: una interpretación histórico social (1970), o entender las abstracciones del texto Indios y ladinos de Héctor Rosada (1984). Pero todas ellas parecían alejadas, en el tiempo y en la experiencia cotidiana de la vida urbana, de aquel momento político en el que los contenidos de la identidad étnica y esencializada parecían ser la llave para la participación política.


Ciudadanía y nacionalidad no son equivalentes

Dada la imposibilidad de ver reflejada mi experiencia en todas esas discusiones, emprendí el estudio de las relaciones familiares de grupos de hacendados coloniales del altiplano central (Rodas Núñez, 1997). Constaté que el ladino colonial, aún el heredero ruralizado y empobrecido de los españoles encomenderos que cayeron en esa desgracia y bajo esa clasificación, no instituyó ni generalizó esa relación discriminatoria con la población indígena. No obstante, en el sentido común, el ladino sin una identidad étnica propia, que subordinaba al indígena, parecía emerger de aquel pasado colonial, que reproducía irreparablemente aquellas relaciones de explotación y humillación.

Luego fue irritante repasar que, en efecto, en los censos se nos encasilla bajo esa terminología. En las cédulas de vecindad de mi madre, de mi padre, de mis abuelos el término ladina-o, -dada la insuficiencia de las marcas exhibidas en los colochos o el pelo lacio y los tintes de la cabellera, la piel, y los ojos- se inscribía para diferenciarlos de los otros ciudadanos. Precisamente, el problema está allí, cuando el Estado del siglo XIX, el fabricante de una ciudadanía moderna en una época en la que a todo Estado le correspondía una sola etnia, confundió la ciudadanía con la nacionalidad, que no son equivalentes, para luego confundir todo esto con la identidad étnica.

Sabemos que, biológicamente, los ladinos son mestizos, sabemos que son portadores de una cultura occidentalizada. Pero si el término se usó en la Colonia, no fue sino hasta el siglo XIX cuando el Estado independiente usó a este intermediario-ciudadano como su principal herramienta para construir la hegemonía sobre el territorio nacional, incluso lo empleó para la fundación de los nuevos municipios como Nentón y Barillas, que marcaron las fronteras nacionales como nos demuestra Ruth Piedrasanta (2009) en su trabajo sobre los chuj.

En Guatemala, esa ciudadanía decimonónica se construyó sobre un intermediario, una clase media, que nombró ladino. Una clase cuyos contenidos simbólicos se sostuvieron sobre una realidad material obtenida de las funciones que les hizo jugar el Estado decimonónico guatemalteco para instalar el que sería el motor de su economía.

Los ladinos, como recurso para la organización política del Estado nacional, sustituyeron en las municipalidades a las autoridades indígenas de los cabildos. Las tierras realengas y de los comunes de los pueblos de indios fueron privatizadas, privilegiando a este grupo emergente con su propiedad. Sin este despojo ¿cómo obligar a los campesinos a la migración temporal a la cosecha del café en la Costa Sur? El trabajo que permitió la emergencia de una franja de la clase media guatemalteca se distribuyó entre los patrones, administradores, caporales, enganchadores de mano de obra de las comunidades campesinas, indígenas y mestizas.

El ladino fue un intermediario que facilitó la transición del régimen de tributarios coloniales al del trabajo temporal en las fincas cafetaleras. Un intermediario del que surgirían las clases medias, tanto élites rurales como profesionales liberales, funcionarios de Estado y comerciantes en la ciudad. Un rol que también jugarían algunas élites indígenas como nos ilustran Edgar Esquit (2010) y Greg Grandin (2007) en sus trabajos sobre Comalapa y Quetzaltenango, y que reclamarían su ciudadanía diferenciada.


No nos reconocemos como ladinos

Es evidente que en la actualidad muchos intentamos demarcarnos de esta herencia de injusticia que funda el sentido de pertenencia ciudadana y nacionalista en tanto que privilegió a ese grupo, no étnico, sino de intermediarios, administradores, funcionarios de Estado y comerciantes, de la economía de finca. El Estado les otorgó limitados y mediocres derechos políticos, civiles y sociales. No nos reconocemos en el término ladino y se nos ocurre adscribirnos al de mestizo o guatemalteco porque no tenemos otras opciones. Ciertamente, no somos responsables de ese pasado, pero sí somos responsables de que se sigan reproduciendo los términos de las relaciones de subordinación que se establecieron bajo el régimen conservador y liberal a través de la economía de finca. Aprendimos a malpreciar el trabajo del otro, a sostener relaciones verticales y a ser obedecidos u obedientes bajo el sistema clientelar que establece el patrón con su administrador, sus caporales y sus mozos.

El problema no está en cambiar la terminología clasificatoria bajo la que nos adscribimos, nada más falso que ignorar la historia que conllevan, sino en evidenciar el sistema de relaciones que, no importando cómo lo nombremos, reproduce la inequidad que construyó el espacio político y la organización del trabajo remunerado y doméstico fundado sobre la economía de finca.

Sin ninguna duda, en nuestros ambientes domésticos, de trabajo y de política pública vivimos la consecuencia de esas formas de poder y autoridad que restringen nuestras capacidades colectivas e individuales, que nos limitan a ideas, recursos y prácticas que capitalizan sólo unos pocos, aquellos que ocupan las posiciones de intermediarios bajo la actual expresión de los capitales internacionales que organizan la economía de nuestra sociedad.

Publicado en el Periódico Feminista “La Cuerda” Miradas feministas de la realidad. Guatemala septiembre 2012. Año 14. No 159

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