Luis
Cardoza y Aragón es uno de los grandes entre la literatura guatemalteca, que nació
en la ciudad de La Antigua Guatemala el 21 de junio de 1901.
Una
de las obras más importantes de Cardoza y Aragón fue la traducción al español
de la obra hoy patrimonio cultural intangible de la humanidad: “La Danza del
Rabinal Achí” que Charles Étienne
Brasseur de Bourbourg tradujo del idioma achí al k’iche´y luego al francés en
1856.
Esta
entre los intelectuales más importantes que Guatemala ha tenido, con una fuerte
participación política durante la revolución de octubre de 1944, fue embajador
de Guatemala en Suecia, Noruega y Rusia. Se cuenta que debido al temor de la
sociedad guatemalteca hacia el comunismo cuando regreso a Guatemala no podía
conseguir apartamento en donde vivir debido a que su esposa Lya Kostakowsky era de origen ruso. Su pensamiento le valió el exilio por
estar en contra de los regímenes totalitarios que se establecieron en el país después
de la contra revolución en 1954.
Murió
en México el 4 de septiembre de 1992.
Les
dejamos este fragmento de su ensayo “Dije
lo que he vivido” que sigue siendo tan actual y tal valedero para nosotros
hoy y además respetamos la forma de escribir en la que se refiere al indígena guatemalteco como Indio, sin que tenga las connotaciones racistas actuales.
Esperamos
que les guste la lectura a la vez de invitarlos a leer su obra.
Equipo de Espiritualidad Maya de Guatemala.
"La poesía es la
única prueba concreta de la existencia del hombre"
“El ladino suele
discriminar al ladino que no discrimina al indio; y más lo discriminan si se
pone de parte del indio. He gozado de esta discriminación”
Luis Cardoza y Aragón
tomada de: http://tecnoculto.com |
II. DIJE LO QUE HE VIVIDO
(Fragmento)
Luis Cardoza y Aragón
No
amamos nuestra tierra por grande y poderosa, por débil y pequeña, por sus
nieves y noches blancas o su diluvio solar. La amamos, simpletmente, porque es
la nuestra.
En
su territorio hay una región que es la región de nuestra infancia. Y en tal
región, una ciudad o un pueblecillo. En el pueblecillo, una casa. En la casa,
cuatro paredes viejas y manchadas, con muebles rústicos hechos por el
carpintero de la familia, con árboles que nos dolió verlos abatir. En medio de
la casa, una fuente de la cual nunca dejaremos de escuchar el canto.
Todo
se va replegando hasta llegar de la caja más grande a la más pequeña, del mundo
a las cuatro paredes de la infancia, hasta la cuna y el ataúd. La tierra que
caerá sobre esas cuatro tablas, cuando estemos de vuelta a geranios y
quiebracejetes(1) y nos empinemos en los
árboles, es la tierra más dulce que existe. La niñez va corriendo como un
arroyo que canta. Remontamos la corriente hasta el manantial. Hasta el amor de
nuestros padres. No amamos nuestra tierra por hermosa, por alegre o triste. Por
su leyenda o su primitiva felicidad sin historia. La amamos porque es la
nuestra. Quiero, quisiera que vieras con ojos de mi niñez, con ojos de tu
niñez. Con ojos de la niñez del mundo. Nuestro amor es bello sólo tal otro amor
gemelo.
Anima
la quietud de estas páginas, fuego oscuro amasado en el hondón de las entrañas.
Huracán sopla para siempre mi brasa y su tibieza de rescoldo se perpetúa. El
corazón de lava aún caliente sonríe su noche elemental, donde todavía sueña
Kukulkán, desde el ídolo primigenio hasta las muñequitas multicolores de Mixco
y las tinajas de Chinautla. Estamos en Guatemala, verde colibrí reluciente. La
caja grande y dentro una más pequeña y otra. Otra y otra, hasta llegar a mi
pueblo, Antigua Guatemala. Y otra más pequeña, y otra y otra, hasta la casa y
mi cuarto de niño. Pongo a mi tierra sobre mis rodillas, en la palma de mi
mano. Desde muy alto los ojos podrían abarcar sus límites, contemplarla, como
esos pisapapeles de cristal que tienen en el centro un ramo de florecillas
dormidas. No es el caso de contemplar lo que no existe. Ni de sólo admirar lo
que está allí. Soy vidente, ahora pisamos tierra firme y amo la realidad.
Los arqueólogos se sumergen en la
prehistoria o en la historia, exploran las entrañas de la tierra para encontrar
una vasija, un hueso, un vestigio milenario, y no ven nada del mundo de los
mercados, de los pueblos, de los sufrimientos que padecen los indios vivos. No
sólo los arqueólogos, también los poetas, pintores, músicos, novelistas, se encandilan
con el "exotismo" de donde han nacido y se ciegan para toda
apreciación objetiva. Hay guatemaltecos que nos ven como los extranjeros y
crean una exportable imagen colorida, igual a una vitrina de indios, tan
pintoresca que casi justifica las intervenciones. Muchos de ellos ni siquiera
adoptan una actitud como la del padre Las Casas, hace 400 años: se han evadido,
desertado o detenido en deformaciones sentimentales, artísticas, de los indios
remotos, a veces humanitarias, es cierto, pero sin conciencia sociopolítica.
Casi sin excepciones, entre los arqueólogos, escritores, investigadores
históricos, artistas, traductores de los libros aborígenes, no hay en Guatemala
sino dos o tres que a tal vocación hayan unido, en los últimos cien años,
consecuente conducta política.
Hace
tiempo, mucho tiempo, había deseado escribir estas páginas. De golpe, se me
vinieron mil cosas encima: mi recuerdo tartamudeó en alud amoroso. No me
proponía cumplir una misión o pagar una deuda. Todo es más humilde en el fondo,
vital e inevitable. Lo de misión o deuda sería pura pedantería. Deseé dar una
sensación de Guatemala, de mi Guatemala. Deseé mostrar algo de su vida
interior, inocente y sombría. Deseé que luzca, como todos los días, rebozo de
colores y trenzas con tocoyales, dibujándola sin que ella lo advierta. Un
retrato, con sus grandes aristas solamente. Abocetada con libertad, aprehendida
en tres o cuatro rasgos privativos y recónditos, en los cuales está como la
siento en mí, silvestre, augusta y enmarañada. Su fervor recogido en estrofas
de su crecimiento: monólogos de humo y pirámides de sueño y canto.
La
veo mestiza en su pensar, con barro antiguo del Popol Vuh y musgos de Landívar
en un mismo pulso urgente. Indígena en la entraña, donde el corazón resuena
entre mantos azules, igual al tun en los pueblecillos cuando celebran la
fiesta. Sencilla y segura, camina ataviada como pájaro o reina en la miseria,
un niño a la espalda, en harapos sus ropas aborígenes y fatigada la greda
categórica del rostro bajo el peso que carga sobre la frente, corona rural de
frutos y de flores. Va descalza, rompiéndose los pies por los caminos, la
tinaja sobre el hombro, igual a la dulce Ixquic.
La
belleza del cuerpo radica en lo más profundo de la materia: en la conformación
y armonía del esqueleto, imagen de la muerte. Sus rasgos resurgen para mí de la
viva y mineral estructura escondida, remontando hasta la piel de obsidiana al
sol.
He
deseado ofrecerle un testimonio de poesía: exacto de verdad práctica. Un libro
de síntesis, de visión general, veloz e inesperado. Placa radiográfica y
fotografía aérea al mismo tiempo. Hago una incursión en el ayer, vivo en mi
recuerdo, hasta convertirlo en creación, sin celo alguno de desdoro o no
sentido encumbramiento. Recojo y subrayo lo que juzgo capital para descubrir y
fortalecer la filigrana del origen de nuestro sentimiento de nacionalidad. Amor
de la realidad: he pesado a Guatemala sobre las alas de las mariposas,
auxiliado siempre por experiencia, cifras y emoción.
Sin
embargo, me siento ante ella como un árbol podado soñando con las flores de sus
ramas. Desterrado en mi patria, sin salir de ella, libérrimo, feliz y amante,
reencontrada en la realidad y en mis sueños, me tiendo bocarriba, más allá de
mi muerte y de la muerte, sumergido en su sentimiento y en su pensamiento. Y
desde el Popol Vuh tomo las ruedas dentadas que crearon la noria de la sangre.
En su impulso nutren su ímpetu, a veces aun por inercia, muchas otras
ruedecillas que de alguna suerte nos sirven asimismo para marcar la hora, para
saber quiénes somos y saber adónde vamos. Y me atropello de nostalgia y
descubro el cielo de todos los hombres, libre aquí en mi cárcel sin techo, y
cuento y reconozco las estrellas, las palpo húmedas sobre mi rostro, descarnado
ya, camino del cuarzo, entre la hierba y la tierra, que cegaron mis ojos de
color y me llenaron la boca de polen y canciones.
Ahora
recuerdo el origen de estas páginas que son sollozo, alarido y canto. No sólo
hay que vivir lo que se escribe sino hay que sufrirlo. Necesidad absoluta de
una patria, de mi tierra mía y su imprescindibilidad de función ecuménica.
Ansia de clarificación, de forma, para que nuestro metal dé su sonido: estaba
yo sentado en lo más alto del Castillo de Chichén Itzá la tarde que llegué por
vez primera. Entonces, hace muchos años, sentí, como grano de mostaza, alga de
lo que he escrito. Empezaba a germinar en mí. Era yo mismo la semilla. Una
semillita sola, pero ya pude palpar raíces milenarias. Sobre las ruinas, el
crepúsculo del trópico untaba lumbre atormentada y musgos de oro. El chaparral,
asaeteado por faisanes y venados, perdíase en el horizonte hasta el mar.
1. Quiebracaquete: Enredadera
silvestre que crece en las cercas de los solares y da en el otoño flores de
diversos colores. Se dice que quien toca esta flor quebrará platos, vaso y demás
recipientes de cocina.
Tomado
de:
¡Qué belleza de texto! ¡Qué forma de expresar amor por esta tierra que, yo también exiliada, extraño tanto! Gracias por compartirlo.
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