Queridos amigos y amigas:
Empezamos este año con este articulo de Susana de León, quien nos autorizó su publicación en este blog.
Este articulo sirva para que los que hemos perdido nuestra identidad étnica la recuperemos, los que la tenemos nos empoderemos de ella para construir una nueva sociedad.
Amables y estimados lectores esperamos de todo corazón que este año nuevo gregoriano 2014, sea lleno de caminos planos, anchos y veredas hermosas y floridas y que nos sigamos leyendo en este nuevo año.
¡Larga Vida y Útil Existencia!
Julio Menchú
Equipo de Espiritualidad Maya de Guatemala
Como te veo te trato
Vestir otro traje para ser uno más y mimetizarse en un mar
de personas, la decisión que toman algunos jóvenes indígenas o sus padres para
evitar el racismo y la exclusión en las urbes. Mi historia y la de tantos más.
Una crónica de tres días con un traje regional para comprobar en carne propia
el adagio popular.
Susana de
León • sdeleon@elperiodico.com.gt
“Su disfraz no está completo”,
espetó. Por la mueca en mi rostro supo que no la comprendía. “Sí, su disfraz no
está completo porque sus pies están demasiado limpios y sus talones no están
rajados”, repitió. Debe ser por mi aspecto. Estoy vestida con un traje
regional: blusa amarilla con un tono similar al de las casas antigüeñas, un corte
azul pavo y mis sandalias favoritas.
Esperaba escuchar estos
comentarios por los pasillos de los centros comerciales o al momento de
conducirme por las congestionadas calles de la ciudad capital, la segunda urbe
más racista del país, según las estadísticas de la Comisión Presidencial Contra
la Discriminación y el Racismo Contra los Pueblos Indígenas en Guatemala
(Codisra) –la primera es Quetzaltenango–, pero no en la oficina donde trabajo.
Tres días vestida así, como mi
madre, mis abuelas, mis bisabuelas y el extenso árbol genealógico que me
antecede, con el traje de Santa Cruz del Quiché. Mezclándome entre los
jóvenes para comprobar si es cierto aquel adagio popular de “como te veo te
trato”. ¿Cómo se vive en la ciudad si una porta un traje regional? ¿Está
fundamentado el temor de las generaciones que abandonaron su corte? ¿Prima en
estos días el esquema mental de mujer indígena igual a persona analfabeta o
empleada doméstica? Había que hacer la prueba, portar el traje después de 25
años y añadir a mi propia historia anécdotas distintas a las de las mujeres de
mi familia.
Realizar este experimento no fue
el resultado de un capricho momentáneo o un intento de provocación, sino la
necesidad de describir desde mi propia vivencia qué sucede cuando se deja de
ser uno más por la forma de vestir. “Ser extranjero en su propia tierra”, lo
definen antropólogos.
Me llevé algunas sorpresas, por
ejemplo, la mejora del servicio al cliente, al menos en los lugares visitados.
“Ahora ya te atienden”, decía mi madre recordando un episodio vivido diez años
atrás, cuando ella y mi padre esperaron por más de 20 minutos que los
atendieran en una agencia de automóviles. El dependiente, un hombre que rondaba
los 30 años, solo les alcanzó un folleto con los modelos sin ofrecerles un
recorrido por el local. Al señalar el carro de su interés les preguntó
asombrado “¿…y ustedes en qué carro vienen pues?”. Pero hemos avanzado, opina
Rosa Tacán, excomisionada de Codisra: “Cada vez más entidades se preocupan por
encontrar mecanismos para erradicar el problema”.
Anécdotas sobran. Comentarios
como el de los pies descuidados, miradas despectivas hacia mujeres que portan
el traje de su comunidad lingüística, también. Los hombres conocen el racismo,
pero en una dosis menor, “ellos fueron los primeros en despojarse del vestuario
regional. Trabajaban y estaban en mayor contacto con el exterior”, dice la
antropóloga Irma Alicia Velásquez.
Las actitudes de la población no
indígena hacia los indígenas son consecuencia del sistema, residuos de una
mentalidad colonial que continúan grabados como con hierros candentes en el
subconsciente de muchos ciudadanos.
La piel que habito
Sacudió el corte, lo extendió y
lo colocó cuidadosamente para lograr el talle perfecto. Amarrarlo con una faja
significó dobleces, una serie de vueltas y varios minutos. Un ritual común
entre una madre y su pequeña hasta que aprende a hacerlo por sí misma; un
ritual nuevo entre mi madre y su hija de 25 años. En su rostro se dibujaba una
sonrisa, como de una niña que viste a su muñeca preferida. Pero sus ojos
delataban su preocupación.
Tuvo amigas hasta los 15 años
después de rogarle a su padre que le permitiera utilizar el uniforme; escuchó
miles de insultos cuando empezó a conducir por la ciudad durante la década de
los años noventa: “mirá esa india ¡sabe manejar!”, “adiós Menchú”, y una sarta
de disparates más. De haber sucedido en esta década habría podido acercarse a
Codisra y denunciar amparada por el artículo 202 del Código Penal. El caso
engrosaría la lista de 135 denuncias, el 80 por ciento presentadas por mujeres.
La discriminación y el racismo se manifiesta a nivel estructural,
institucional, legal e interpersonal, “del último se identifican otros tres:
gestos, actitudes y palabras”, explica Tacán.
Veinticinco años atrás, la
segunda generación de la familia de mi madre tomó una decisión, “nuestros hijos
no serán discriminados”. Un pacto silencioso entre seis hermanos que decidieron
cortar dos eslabones en nuestra identidad: el traje y el idioma, elementos
importantes para los k’iche’s. Como si una máquina del tiempo los hubiera
transportado hasta el siglo XIX optaron por la “ladinización” de la siguiente
generación. Eligieron lo que la investigadora Guillermina Herrera conceptualizó
como “la sustitución de la cultura indígena por la occidental como puerta para
cerrar las diferencias en la sociedad”.
Ni idioma ni traje en el colegio
o la universidad. Ambos elementos fueron escondidos en un cofre con un candado
y enterrados en algún recoveco de la historia de nuestra familia. El
coordinador del Observatorio Nacional Indígena, Mario Itzep, manifiesta que “la
única manera de cambiar paradigmas, actitudes y prácticas es a través de la
educación”. En el colegio mis compañeras conocían nuestro origen cada vez que
había un acto al que debían asistir padres de familia. Producto del miedo
heredado mi hermana y yo temíamos. A nadie le gustaban “los inditos”. Durante
la primaria, tener una madre que usara corte lo traducían a vivir en una casa
sin luz o pertenecer a una clase social sin recursos económicos, pese a que mis
padres estudiaron en la universidad.
Los pequeños pueden ser crueles.
No es culpa solo de ellos. Hernández, la investigadora, expone que “el niño
adquiere su lengua materna en un contexto social, el cual es indispensable,
aunque insuficiente sin el componente innato. Aprende el sistema, la estructura
que le hace hablante/oyente de la lengua. Palabras y expresiones le seguirán
llegando a lo largo de la vida, y él –dueño de la lengua– sumará novedades a su
repertorio inicial”. La explicación del sociólogo Héctor Rosada sobre el temor
a utilizar el traje es que “se capta un sistema de actitudes y creencias de
otros grupos; también los odios y rechazos, por eso causa conflicto regresar a
utilizar el traje”.
Es miércoles, lista para iniciar
el experimento. Esta idea distorsionada se disipó al enfrentarme al espejo:
Solo soy yo y un traje, ¿qué puede suceder? La primera parada fue una conocida
tienda de café. La cajera, una veinteañera, fue amable. Quizá demasiado. Desde
hace un año compro regularmente su producto y jamás se había portado así.
Parecía perturbada. La segunda parada fue mi lugar de trabajo “Caituda, le
faltaron las trenzas”, fue el saludo de la recepcionista. Pese a que estaba
bromeando, supe que se trataba de un estereotipo, “uno de los tres elementos de
la discriminación”, dice Velásquez, la antropóloga. Fue molesto, pero pensé en
mi madre y su historia del uniforme, después de un tiempo renunció a él. Retomó
su traje indígena e hizo caso omiso a los comentarios.
La jornada laboral finalizó.
Última parada: El cine en un centro comercial de la diagonal 6, en la zona 10.
Resultado final: Las muestras de afecto entre una pareja interracial causan la
misma impresión que un zombi descendiendo en un elevador.
La ropa pesa
“Pero si está demasiado combinada
para ser indígena. Ellos no usan esa marca de anteojos graduados
–Dolce&Gabbana–, ellos no calzan ese tipo de zapatos”, los comentarios
afloraban nuevamente en un campo de prejuicios de algunos compañeros. “La forma
de simbolizar es un proceso difícil de ver”, dice Rosada. Sin embargo, se
evidencian con estos comentarios.
En la mente de muchos ciudadanos
predomina el estereotipo de indígena igual a campesino, o, mujer indígena
equivale a empleada. Pero han ocurrido más cambios en las dos últimas décadas:
“un artículo que penaliza la discriminación en el Código Penal, por ejemplo”,
dice Edgar Gutiérrez, director del Instituto de Problemas Nacionales de la
Universidad de San Carlos de Guatemala (Ipnusac). En las últimas décadas más
indígenas han invertido en la educación de sus hijos.
Al día siguiente, un jueves,
caminé por los pasillos de un centro comercial con fama de elitista. El
columnista y bloguero Christian Kroll-Brice compara la actitud de los usuarios
del lugar con la forma de pensar de un famoso personaje de la pantalla chica:
“Chusma, chusma, uuuh”, le decía Kiko a Don Ramón antes de empujarlo,
despreciarlo y retirarse a sus aposentos. Y se entiende, tan feo que es tener
que convivir con la chusma, tener que compartir el espacio público con ellos,
sufrir su mirada acusadora, oír sus incomprensibles lamentos monetarios,
¡olerlos! Además, no es que Kiko tuviera otra opción. Tenía que hacerlo. Era el
mandato familiar, la tradición, la respuesta condicionada al juicio materno:
“No le hagas caso, tesoro. Y no te juntes con esta chusma”, le repetía una y
otra vez Doña Florinda. Supongo que Kiko en algún momento dudó al repetir las
palabras de su madre, al empujar a Don Ramón y despreciarlo por feo y por
pobre; pero supongo también que finalmente terminó por internalizar el
discurso, por tomarlo como parte intrínseca de su identidad y símbolo
inequívoco de pertenencia a su clase social: la chusma, mientras más lejos,
mejor. Si Kiko se mudara al país no dudaría en comprar una propiedad en ese
centro comercial (también ofrece complejo de apartamentos)”.
Busqué un bolso en una boutique
donde las piezas superaban los Q15 mil. Pregunté por una computadora personal y
por último fui por un café con unas amigas. Del servicio al cliente, ninguna
queja. Pero las miradas nuevamente interferían en mi espacio personal. No lo
imaginaba, no era paranoia, mis amigas también lo notaron. En uno de los
pasillos, un grupo de jóvenes nos siguió con la mirada hasta marcharnos de su
campo de visión. En el restaurante, una joven nos veía con la minuciosidad del
científico que estudia una bacteria a través del microscopio. Les impresiona
que el estatu quo cambie, “desde pequeños aprendieron quién es fuerte y quién débil;
quién manda y quién debe obedecer”, dice Rosada.
Diferente hora, diferente grupo
de amigos, mismo lugar. La misión era colarse e ingresar a una de las
discotecas más exclusivas. Desde lejos observábamos a quien permitía el
ingreso. Dos parejas esperaron ansiosos durante 20 minutos para entrar, sus
atuendos encajaban con el ambiente. Nuestro grupo hizo también la cola. El
bouncer, un tipo musculoso y alto, nos permitió entrar sospechosamente rápido.
Nadie quiere mala publicidad o
una condena de cuatro a seis años de cárcel por discriminación, le comenté al
bartender del lugar. Un joven con rasgos indígenas, distinto a los chicos con
chaleco, camisas bien planchadas y cabellos cuidadosamente peinados que bebían
la cerveza y cócteles de vistosos colores que les preparaba. “Es por los
dueños, ellos son bastante abiertos. Algunos dan instrucciones terminantes de
no permitir la entrada a ‘cierto tipo de gente’. Creo que algunos son
racistas”, dijo. No ahondó más en el tema, debía volver al trabajo.
En la discoteca nadie me prestaba
atención. Recordé el dicho “de noche todos los gatos son pardos”.
Gestos
La inscripción es tan cara como
la colegiatura en un centro educativo para la clase media. Los salones tienen
pocos estudiantes y un bar privado ofrece delicadezas bajas en calorías. En el
segundo nivel de un edificio con tiendas de diseño está el gimnasio que visité.
Mi blusa era púrpura y un corte hacía juego. Tomé la iniciativa, me acerqué a
uno de los tres recepcionistas.
Recordé las palabras de
Velásquez, la antropóloga: “las nuevas generaciones se ladinizan porque es una
forma más fácil de sobrevivir, una forma más humana para sentirse aceptados”.
El recorrido fue corto: subir unas gradas, observar dos estudios para
ejercicios de alto impacto, pero jamás me condujo al restaurante, de regreso a
la recepción. De nuevo las miradas. Ingresó algunos datos a su computadora, me
pidió el correo electrónico para enviarme información sobre equipo y cuotas. La
bandeja de entrada recibió durante dos semanas mensajes de diversas entidades,
menos de ese gimnasio.
De regreso a la oficina. En la
entrada dos mujeres esperaban al mensajero. Observé con el rabillo del ojo un
codazo indiscreto; intercambiaron miradas y una risita nerviosa. “Los gestos
que acompañan una expresión racista utilizan a menudo este lenguaje metafórico.
Por ejemplo un codazo”, explicaba Guillermina Herrera en su libro. Un desprecio
histórico, eso viven cada día tantos guatemaltecos. La semana del experimento
el futbolista Marvin Ávila, interpuso una denuncia ante el Ministerio Público
por racismo. Los padres del niño Mario Francisco Gamboa denunciaban a los
medios de comunicación que su hijo se había suicidado después de ser víctima de
bullying en la escuela. Solo por el color de su piel. Hay quienes se quejan por
ser mal atendidos por vestir con botas y sombreros, usar vestidos sencillos,
hablar mal… y una lista interminable.
Durante la Época Colonial todos
buscaban un título de hijodalgo. “Uno de los aspectos sustanciales de la escala
de valores de la elite guatemalteca. Su deseo de autoafirmarse como español o
como descendiente de la nobleza española, no solo por el interés de un título y
una encomienda, sino por la necesidad de diferenciarse del indígena y del
mestizo”, escribe Marta Elena Casaús en su libro Linaje y Racismo. La pureza de
sangre era importante en la Guatemala de antaño para justificar las
desigualdades y privilegios de españoles ante indígenas y mestizos. Una etapa
que, algunas veces, parece no superada.
Casaús también relata que en la
sociedad colonial “primó la apariencia sobre la existencia de condiciones
objetivas: exteriorizar valores, indicar por toda clase de signos externos que
se era noble o hidalgo”. En esta época se podría traducir a vestir un pantalón,
una blusa o un vestido a cambio de los trajes regionales para ser aceptado en
esferas históricamente seleccionadas para ciertos tipos de personas. “Cada paso
es más lento mientras más lejos, mientras más alto se quiere llegar”, comparte
Irma Alicia Velásquez. Se abrió brecha hasta la mitad del camino; el resto,
debemos abrirlo todos, coinciden los consultados.
¿Cómo te veo te trato? Sí,
detalles insignificantes como la marca de los lentes, los zapatos, buen manejo
del castellano y la capacidad económica determinaron el trato en los sitios
visitados. Una historia distinta de no hablar bien el idioma, no tener escolaridad
o proceder de alguna aldea lejana, ese es el racismo que urge superar.
“Antes de la Conquista, en
Guatemala existían nativos, es decir, la población original del territorio y
peninsulares. Después de la llegada y enfrentamientos de ambos grupos en 1523
empezó el mestizaje, durante una década no hubo ninguna mujer europea. En 1541,
los españoles ganaron militarmente la guerra, los nativos se convirtieron en
indios, y las mujeres españolas llegaron al país para evitar mestizajes”,
explica Rosada, el sociólogo. ¿Qué es lo que hay realmente en Guatemala?,
cuestiona el investigador. Cuatro grupos: indígenas, mestizos, criollos y
otros, para cada categoría los otros tres son “el otro”. Sin embargo, “llegará
un momento donde el proceso de mestizaje se coma al criollo –el más racista
porque se cree español, nunca superó su conflicto de identidad– porque hay
quienes ya no se preocupan por la lógica racista”. Ven las cosas distintas, ya
no con desprecio.
Portar un traje regional en la
ciudad es un acto de valientes. Soportar miradas o comentarios que se rescatan
en las calles es parte del día a día de las mujeres que no temen diferenciarse
entre ese mar de gente. Ellas se abren camino y lo despejan para los que vienen
detrás pese a las anécdotas derivadas del adagio “como te veo te trato” que
acumularán.
> Quetzaltenango,
Guatemala, Alta Verapaz, Santa Rosa e Izabal, los departamentos con el mayor
número de denuncias de racismo en el país.
"En el lenguaje académico
se ha sustituido la palabra raza por etnia o pueblo. Sin embargo, los estudios
sociales mantienen el término racismo, porque en la interacción social
valoramos las diferencias biológicas o culturales de nuestros congéneres, por
mínimas que sean. También las relacionamos y asociamos con competencias,
habilidades y desempeño de los individuos que pertenecen a un determinado grupo
socio cultural”,
Guillermina Herrera,
en el libro El Sueño de Pigmalión.
"El proceso de identidad
está completo en el momento en el que me identifico y me ubico donde quiero
estar”,
Héctor Rosada,
sociólogo.
Tomado de:
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